Capítulo 7
Charlotte y Gracie trabajaban juntas en la cocina de la casa de campo. Gracie limpiaba el fogón, Charlotte amasaba pan, y encima de la mesa de mármol, en el frescor de la antecocina, reposaba la mantequera. El sol entraba a raudales por la puerta abierta; la ligera brisa de los páramos que soplaba a lo lejos traía el agradable e intenso olor de las matas y las hierbas aromáticas, y las hierbas de las ciénagas. Los niños jugaban en el manzano, y de vez en cuando llegaban sus carcajadas.
—¡Si ese niño se vuelve a rasgar los pantalones al bajar del árbol, no sé qué voy a decirle a su madre! —dijo Gracie exasperada refiriéndose a Edward, que lo estaba pasando en grande y había hecho trizas toda la ropa que había llevado.
Charlotte se había dedicado cada noche a hacer lo posible por remendar las prendas. Había sacrificado unos pantalones de Daniel para hacer parches. Hasta Jemima se había rebelado contra las restricciones de la falda y se la había recogido al subirse a los muros de piedra, declarando a voz en grito que no había ninguna ley moral o natural que prohibiera a las niñas divertirse tanto como los niños.
Comían pan, queso y fruta —frambuesas y fresas silvestres— hasta que casi sufrían una indigestión, y salchichas recién hechas de la carnicería del pueblo. Habrían sido unas vacaciones perfectas si Pitt hubiera podido estar con ellos.
Charlotte comprendía que era imposible, aunque no sabía muy bien por qué. Y a pesar de que Voisey no podía saber dónde estaban, permanecía todo el tiempo a la escucha para asegurarse de que oía las voces de los niños, y cada diez minutos salía a la puerta para ver si los veía.
Gracie no decía nada. Ni una sola vez hizo un comentario sobre su seguridad o el hecho de que estuvieran allí solos, pero Charlotte oía cada noche cómo recorría las ventanas y las puertas, comprobando después de ella que estaban bien cerradas. Tampoco mencionó el nombre de Tellman, aunque Charlotte sabía que debía de estar pensando en él, después de lo que habían intimado durante el caso de Whitechapel. Su silencio era en muchos sentidos más revelador que las palabras. ¿Acaso sus sentimientos hacia él se habían vuelto más profundos que la pura amistad?
Terminó de amasar el pan y lo dejó en el molde, y luego salió al jardín para lavarse las manos en la bomba de agua. Lanzó una mirada al manzano y vio a Daniel en la rama más alta, que apenas lograba soportar su peso, y a Jemima colgada de la que estaba justo debajo. Esperó a que el movimiento de las hojas le indicara dónde estaba Edward, pero no se produjo.
—¡Edward! —gritó. No podían haber transcurrido más que unos minutos—. ¡Edward!
Silencio. A continuación Daniel miró hacia ella.
—¡Edward! —gritó ella, corriendo hacia el árbol.
Daniel se descolgó por las ramas y luego se deslizó por el tronco hasta llegar al suelo. Jemima empezó a bajar con mucho más cuidado, pues su descenso se veía obstaculizado por la inexperiencia y la tela de la falda.
—Desde allí arriba se ve todo el jardín —dijo Daniel, juicioso—. Y por allí hay un sendero de fresas silvestres —señaló sonriendo.
—¿Está allí Edward? —preguntó Charlotte con una voz fuerte y áspera que no pudo controlar. Al oírse supo que estaba comportándose de manera ridícula, pero no podía evitarlo. Edward solo había ido a coger fresas, como haría cualquier niño. No tenía motivos para preocuparse y menos para que le entrara el pánico. Estaba permitiendo que la imaginación se impusiera a la razón—. ¿Está allí?
—No lo sé. —Esta vez Daniel la miró ansioso—. ¿Quieres que vuelva a subir y mire?
—¡Sí! Sí, por favor.
Jemima aterrizó en la hierba y se irguió, mirando con irritación un pequeño rasgón en su vestido. Vio que Charlotte la miraba y se encogió de hombros.
—¡Las faldas a veces son estúpidas! —dijo enfadada.
Daniel volvió a trepar al árbol ágilmente, colgándose de las ramas. Sabía exactamente cómo hacerlo.
—¡No! —gritó desde lo alto—. Debe de haber encontrado otro mejor. ¡No le veo!
Charlotte sintió que el corazón le daba un vuelco y le palpitaban los oídos de forma ensordecedora. Se le nubló la vista. ¿Y si Voisey se había vengado de Pitt haciendo daño al hijo de Emily? ¡O lo había confundido con uno de los suyos! ¿Qué debía hacer?
—¡Gracie! —gritó—. ¡Gracie!
—¿Qué? —Gracie abrió de par en par la puerta trasera y salió corriendo, con los ojos desorbitados por el miedo—. ¿Qué ha pasado?
Charlotte tragó saliva, tratando de dominarse. No debía dejarse llevar por el pánico y asustar a Gracie. Era estúpido e injusto. Sabía que eso era exactamente lo que estaba haciendo y aun así no podía evitarlo.
—Edward se ha ido… se ha ido a coger fresas —dijo sin aliento—. Pero ya no está allí. —Buscó rápidamente una excusa razonable para explicar el terror que Gracie debía de advertir en su expresión y en sus palabras—. Me dan miedo esos pantanos. Hasta los animales salvajes a veces se quedan atrapados en ellos… Yo…
Gracie no esperó a que acabara.
—¡Quédese aquí con ellos! —Hizo un gesto en dirección a Daniel y Jemima—. Iré a buscarlo. —Y sin esperar la respuesta de Charlotte, se recogió la falda y echó a correr a una velocidad sorprendente por la hierba hasta la verja, que se quedó girando sobre sus goznes.
Daniel se volvió hacia Charlotte con el rostro pálido.
—No se metería en el pantano, mamá. Nos lo enseñaste, era todo verde y brillante. ¡Él sabe que es peligroso!
—No, por supuesto que no —asintió ella, mirando fijamente la verja. ¿Debía llevarse con ella a Daniel y Jemima e ir también, o estaban más seguros allí? No podía dejar sola a Gracie buscando a Edward. ¡En qué estaba pensando! ¡No debían separarse!—. ¡Vamos! —Salió disparada hacia la verja al tiempo que cogía a Daniel de la mano, que casi perdió el equilibrio—. ¡Ven, Jemima! Iremos todos a buscar a Edward. ¡Pero no os separéis! ¡Debemos permanecer juntos!
Apenas habían recorrido unos cien metros del camino, precedidos por la figura menuda y tiesa de Gracie a otros cien metros de ellos, cuando apareció sobre la loma un carro de dos ruedas tirado por dos caballos, y con un profundo alivio que le llenó los ojos de lágrimas, Charlotte vio a Edward sentado junto al conductor, balanceándose precariamente y sonriendo satisfecho.
Estaba tan furiosa con él por el susto que le había dado que le habría dado encantada unos azotes en el trasero que le hubieran obligado a cenar de pie, ¡y hasta a desayunar! Pero sería totalmente injusto; no lo había hecho con mala intención. Al verle tan satisfecho hizo un esfuerzo por reprimir sus emociones y llamó a Gracie, y se abrió paso por los surcos del camino para hablar con el conductor, que se había detenido al verlas.
Gracie retrocedió y miró por un instante a Charlotte, parpadeando con fuerza para disimular la intensidad de su propio alivio. En ese instante Charlotte se dio cuenta de la cantidad de cosas que se habían estado ocultando y tratando de proteger la una de la otra, fingiendo que no estaban allí, y le invadió una gratitud y un afecto extraordinariamente profundo por aquella joven con quien tan poco tenía en común a primera vista, y a la que tan unida estaba en realidad.
La casa de Pitt de Keppel Street estaba exactamente como siempre: no había ni un adorno ni un libro fuera de sitio. Hasta había flores en el jarrón de la repisa de la chimenea del salón, y la luz del sol de primera hora de la mañana que entraba a raudales por las ventanas de la cocina caía sobre el banco y se derramaba por el suelo. Archie y Angus dormitaban hechos un ovillo en la cesta de la ropa, ronroneando débilmente. Y sin embargo, aquel vacío hacía que todo resultase tan distinto que parecía un cuadro antes que la realidad. El agua rompió a hervir en el fogón, pero su sonido solo sirvió para acentuar el silencio. No se oían pasos por las escaleras, ni el trajín de Gracie en la trascocina o la despensa. Nadie preguntaba a gritos dónde estaba un zapato o un calcetín, o un libro del colegio. No se oía la respuesta de Charlotte, ni ningún recordatorio de la hora que era. El tictac del reloj de la cocina parecía resonar por toda la casa.
Sin embargo, a Pitt le tranquilizaba que estuvieran fuera de Londres, seguros en el anonimato en Devon. Se había dicho a sí mismo que no creía que nadie del Círculo Interior fuera a vengarse de él siguiendo las órdenes de Voisey y haciendo daño a su familia. Voisey no contrataría a nadie en quien no confiara; no podía permitirse correr riesgos, y el giro que había dado Pitt a los acontecimientos en Whitechapel había convertido a Voisey en un traidor, no solo para sus aliados y amigos, sino también en lo referente a su causa. Ese hecho debería haber dividido al Círculo de acuerdo con las lealtades políticas y el interés propio, pero Pitt no tenía manera de saber si así había sido.
No podía quitarse de la cabeza la mirada de odio que le había lanzado Voisey al pasar por su lado en Buckingham Palace, poco después de recibir el título de sir que Vespasia y él habían planeado, sirviéndose del sacrificio de Mario Corena. Aquel episodio había puesto fin para siempre a las ambiciones de Voisey de ser el primer presidente republicano de Gran Bretaña.
Y había vuelto a ver ese mismo odio en sus ojos cuando se habían encontrado en la Cámara de los Comunes. Una pasión así no se extinguía. Si Pitt se sentía relativamente tranquilo sentado a la mesa de su cocina, era porque sabía que su familia estaba escondida y fuera de peligro, a kilómetros de distancia. Por mucho que echara de menos el mero hecho de saber que estaban en casa, la soledad era un precio pequeño que debía pagar.
¿Había alguna relación entre el asesinato de Maude Lamont y la tentativa de Voisey de obtener un escaño parlamentario? Por lo menos existían dos posibles nexos: el hecho de que Rose Serracold hubiera estado en la sesión esa noche, y que Roland Kingsley, que también había estado presente, hubiera escrito a los periódicos despotricando con tanta vehemencia contra Aubrey Serracold. Pitt no había advertido nada en las ideas políticas del general de división que hiciera pensar en una opinión así.
Pero las elecciones sacaban a relucir opiniones extremas. La amenaza de la derrota dejaba a la vista algunos aspectos desagradables del carácter de las personas, del mismo modo que algunos se mostraban sorprendentemente presuntuosos con la victoria cuando uno había esperado de ellos elegancia, incluso generosidad.
¿O el asesino era el hombre cuyo nombre se ocultaba tras un cartucho, y que tal vez había tenido una relación mucho más personal con Maude Lamont? ¿Estaba realmente relacionado con Voisey, o era un intento por parte de Narraway de utilizar cualquier recurso a su alcance para impedir que llegara al poder?
Pitt lamentaba no conocer mejor a Narraway. Si hubiera sido Cornwallis, habría sabido que cada ataque que realizara sería inteligente y justo, propio de un hombre curtido en los rigores de la vida en alta mar que entraba en batalla mirando al frente y luchaba hasta el final.
No sabía cuáles eran las creencias de Narraway ni qué le motivaba, y desconocía la experiencia, los triunfos y las pérdidas que habían formado su carácter. Ni siquiera sabía si mentiría a los hombres que estaban a sus órdenes para hacerles hacer lo que fuera necesario con tal de alcanzar sus propios fines. Pitt se movía a tientas en la oscuridad. Por su seguridad, a fin de no verse manipulado y acabar luchando por algo en lo que no creía, quería averiguar mucho más sobre Narraway.
Pero en esos momentos necesitaba averiguar por qué Roland Kingsley había escrito contra Serracold con tanta virulencia en los periódicos. Esa no era la opinión que había expresado cuando Pitt había hablado con él. ¿Le había manipulado Maude Lamont con la amenaza de revelar algo que había averiguado a través de sus preguntas a los muertos?
¿Qué llevaba a un hombre exitoso y de espíritu práctico, como parecía ser su caso, a acudir a una médium? Mucha gente sufría la trágica pérdida de un hijo. La mayoría hallaba fortaleza en el amor que se habían prodigado en el pasado, y en una creencia basada en alguna religión, oficial o no, según la cual existe un poder divino que volvería a reunirlos algún día. Reanudaban su vida lo mejor que podían, con su trabajo, el consuelo de otros seres queridos, tal vez refugiándose en la música o la literatura, o la soledad de la naturaleza, o incluso volcándose en los menos afortunados. Pero no se interesaban por la tabla ouija y los ectoplasmas.
¿Qué había detrás de la muerte de su hijo que había hecho que Kingsley llegase tan lejos? Y si todo se debía a un chantaje, ¿era obra de la misma Maude Lamont, o ella solo había pasado la información a otra persona, alguien que seguía con vida y que continuaría utilizándola?
¿Quizá un miembro del Círculo Interior, como el mismísimo Charles Voisey?
¡Eso es lo que le gustaría a Narraway! Y lo mismo daba si era verdad o no. Tal vez Pitt veía la mano de Voisey donde no estaba. El mismo miedo podía ser parte de su revancha, tal vez incluso mejor que el ataque real.
Pitt se levantó, dejando los platos en la mesa para que la señora Brady los recogiera y salió de su casa. Llegó a Tottenham Court Road acalorado y se detuvo en la acera para parar un coche de punto.
Pasó la mañana consultando los archivos militares oficiales, informándose sobre la trayectoria profesional de Roland Kingsley. Seguramente Narraway ya los había consultado, si no conocía ya los hechos, pero Pitt quería hacerlo por sí mismo, por si le sugerían otra interpretación.
Había pocos comentarios personales. Los hojeó rápidamente. Roland James Walford Kingsley se había alistado en el ejército a los dieciocho años, como su padre y su abuelo antes que él. Su carrera abarcaba cuarenta años desde su primera instrucción, pasando por su primer destino en el extranjero en las guerras sijs a finales de 1840, el horror de la guerra de Crimea a mediados de la década de 1850, donde aparecía mencionado en varios despachos, y el derramamiento de sangre que le siguió en la rebelión de los cipayos.
Más tarde se había desplazado a África, donde había participado en la campaña de los ashanti de mediados de la década de 1870 y en las guerras zulúes al final de la misma, en las que había obtenido una condecoración por su extraordinario valor.
Después había regresado a Inglaterra gravemente herido, y al parecer también tocado en el alma. Nunca había vuelto a salir del país, aunque había seguido cumpliendo con todas sus obligaciones, y se había retirado en 1890, a los sesenta años de edad.
Pitt hojeó a continuación el expediente de su hijo en busca de su muerte, ocurrida en las citadas guerras zulúes, y la encontró registrada el 3 de julio de 1879, durante el intento fallido de cruzar White Mfolozi. Fue la acción en que el capitán lord William Beresford había obtenido la cruz de la Victoria. Otros dos hombres también habían muerto, y varios habían resultado heridos en una emboscada zulú magníficamente ejecutada. Pero Isandhlwana había demostrado a los zulúes que eran soldados no solo por su coraje sino también por sus aptitudes militares excepcionales. En Rorke's Drift habían demostrado lo mejor de la disciplina y el honor británicos. Esa acción perviviría en la historia y enardecería la imaginación de hombres y niños cuando oyeran hablar de cómo ocho oficiales y ciento treinta y un hombres, treinta y cinco de los cuales estaban enfermos, habían soportado el sitio de casi cuatro mil zulúes. Diecisiete británicos habían muerto, y se habían concedido once cruces de la Victoria, el máximo honor con que se premiaba el heroísmo en el campo de batalla.
Pitt se quedó de pie en mitad de la sala y cerró el libro que contenía los expedientes, las escuetas palabras que a duras penas lograban describir el ardiente y polvoriento campo de otro continente, y a los hombres, buenos o malos, cobardes o valerosos, que habían ido allí a combatir o en busca de aventura, obedeciendo una voz interior o una necesidad externa, y habían intervenido y muerto en los conflictos.
No obstante, mientras daba las gracias al empleado y bajaba los escalones hasta la acera, cubierta de luz y sombras, sintió una emoción que le oprimía el pecho: una mezcla de orgullo y vergüenza, y un desesperado deseo de preservar todo lo que había de bueno en un país y un pueblo que amaba. Los hombres que se habían enfrentado al enemigo en Rorke's Drift habían defendido algo mucho más simple y puro que el misterio del Círculo Interior y la traición política en aras de la ambición.
Detuvo un coche de punto que le llevó a la oficina de Narraway, y se paseó con creciente cólera por la habitación al verse obligado a esperar.
Cuando Narraway llegó casi una hora después, pareció ligeramente divertido al ver que Pitt le lanzaba una mirada iracunda. Cerró la puerta.
—A juzgar por su expresión, ha descubierto algo de interés. —En realidad se trataba de una pregunta—. Por el amor de Dios, Pitt, siéntese e infórmeme debidamente. ¿Es Rose Serracold culpable de algo?
—De egoísmo —respondió Pitt, obedeciendo la orden—. De nada más, que yo sepa, pero sigo investigando.
—¡Bien! —exclamó Narraway secamente—. Para eso le paga Su Majestad.
—¡Creo que Su Majestad, como Dios, se quedaría horrorizada si se enterara de la cantidad de cosas que se hacen en su nombre! —replicó Pitt. Y antes de que Narraway pudiera interrumpirle, continuó—: He estado haciendo algunas averiguaciones sobre el general de división Kingsley para descubrir por qué acudió a Maude Lamont, y por qué las cartas que escribió a los periódicos condenando a Serracold están en desacuerdo con las opiniones que expresa cuando uno habla con él.
—¿En serio? —Narraway tenía una mirada fija y muy penetrante—. ¿Y qué ha encontrado?
—Solo su expediente militar —respondió Pitt con cautela—. Y que perdió a su hijo en una escaramuza en África en las mismas guerras zulúes en las que él se distinguió. Es una pérdida de la que parece no haberse recuperado.
—Era su único hijo —dijo Narraway—. Apenas un niño, en realidad. Su mujer murió joven.
Pitt escudriñó su cara, tratando de averiguar qué sentimientos se ocultaban tras la repetición de unos hechos tan simples y terribles. No vio nada de lo que pudiera estar seguro. ¿Tan a menudo se enfrentaba Narraway con la muerte, con el dolor de otras personas, que ya no le afectaba? ¿O no podía permitirse sentir nada, por si sus emociones influían en los juicios que tenían que emitirse en interés de todos y no solo de aquellos que le importaban? Un examen más detenido del rostro inteligente y surcado de arrugas de Narraway seguía sin revelarle nada. Había pasión en él, pero ¿procedía del corazón o tan solo de la mente?
—¿Cómo murió? —preguntó en voz alta.
Narraway arqueó las cejas, sorprendido de que Pitt quisiera saberlo.
—Fue uno de los tres hombres que murieron durante el reconocimiento de White Mfolozi. Se toparon con una emboscada zulú bien planeada.
—Sí, lo he leído en los expedientes. Pero ¿por qué Kingsley trata de averiguar lo que pasó a través de una mujer como Maude Lamont? —preguntó Pitt—. ¿Y por qué ahora? ¡El incidente de Mfolozi ocurrió hace treinta años!
La cólera, y luego el dolor, se traslucían en los ojos de Narraway.
—Si usted hubiera perdido a alguien, Pitt, sabría que el dolor no desaparece. La gente aprende a vivir con él, a ocultarlo la mayor parte del tiempo; pero nunca sabes qué va a volver a avivarlo, y de pronto, por un tiempo, escapa a tu control. —Hablaba en voz muy baja—. Lo he visto muchas veces. ¿Quién sabe qué fue lo que avivó el recuerdo? Un joven cuya cara le recordó a su hijo, otro hombre que tenía los nietos que él nunca tendría, una vieja melodía… cualquier cosa. Los muertos no se marchan, solo guardan silencio por un tiempo.
Pitt percibió algo intensamente personal en la habitación. Aquella observación era fruto de la pasión del momento. Pero la mirada sombría de Narraway y su gesto torcido impedían la intrusión de cualquier palabra que le afectara.
Pitt fingió que no había reparado en ello.
—¿Existe alguna conexión entre Kingsley y Charles Voisey? —preguntó.
Narraway abrió mucho sus ojos oscuros.
—Por el amor de Dios, Pitt, ¿no cree que se lo diría si lo supiera?
—Tal vez prefiera que lo averigüe por mí mismo…
Narraway se echó hacia delante con un movimiento brusco, tensando los músculos de su cuerpo.
—¡No hay tiempo para juegos! —exclamó entre dientes—. ¡No puedo permitirme que lo que usted piense de mí me afecte! Si Charles Voisey obtiene su escaño en el Parlamento, no parará hasta conseguir el poder suficiente para corromper a los cargos más altos del país. Sigue siendo el jefe del Círculo Interior. —Una sombra cruzó su cara—. Por lo menos creo que lo es. Aunque también interviene otra fuerza. No sé quién es… todavía. ¡Estuvo así de cerca —levantó el índice y el pulgar separados por un centímetro— de perderlo! ¡Nosotros lo logramos, Pitt! Y no va a olvidarlo. Pero no acabamos con él. Tendrá a un nuevo número dos, y a un número tres, y no tengo ni la más remota idea de quiénes son. Es una enfermedad que devora las entrañas del verdadero gobierno del país, sea cual sea el partido que esté en Westminster. No soportamos la idea de no tener poder, y cuando lo tenemos no sabemos qué hacer con él. Es un juego de malabarismo. Si nos quedamos un paso por delante y cambiamos lo bastante a menudo, logramos erradicar la enfermedad tan pronto como la detectamos, la ilusión de que podemos hacer algo y salir impune, de que somos infalibles, intocables, y entonces ganamos… hasta la próxima vez. Y volvemos a empezar, con nuevas oraciones y un nuevo juego.
Volvió a reclinarse en la silla.
—Averigüe la conexión entre Kingsley y Charles Voisey, tanto si tiene que ver con la muerte de esa mujer como si no. ¡Y tenga cuidado, Pitt! Para Cornwallis usted era un detective, un vigilante, un juez. Para mí es un jugador. Usted también puede ganar… o perder. No lo olvide.
—¿Y usted? —preguntó Pitt con un tono ligeramente áspero.
Narraway esbozó una repentina sonrisa que le iluminó el rostro, pero sus ojos eran duros como el carbón.
—¡Tengo intención de ganar! —No añadió que estaba dispuesto a morir antes de perder el control de la situación, como un animal cuyas mandíbulas no se abren ni cuando está muerto. No le hizo falta.
Pitt se levantó, murmuró unas palabras de agradecimiento y salió, con la cabeza llena de preguntas sin respuesta que no guardaban relación con Kingsley o Charles Voisey, sino con el mismo Narraway.
Regresó a casa rápidamente y al final de Keppel Street oyó una voz que se dirigía a él.
—¡Buenas tardes, señor Pitt!
Se volvió sobresaltado. Era el cartero de nuevo, que le tendía una carta con una sonrisa.
—Buenas tardes —respondió él, invadido por una repentina emoción: la esperanza de que la carta fuera de Charlotte.
—De la señora Pitt, ¿verdad? —preguntó el cartero alegremente—. ¿Está en algún lugar bonito?
Pitt bajó la vista hacia la carta que tenía en la mano. La letra se parecía mucho a la de Charlotte, y sin embargo no era suya, y tenía matasellos de Londres.
—No —respondió, incapaz de disimular su decepción.
—Solo estará fuera unos días más —dijo el cartero con tono consolador—. Tardan más cuando vienen de lejos. Si me dice dónde está, le diré cuánto tardará en llegar la carta a su casa.
Pitt tomó aire para decir «Dartmoor», luego miró el rostro sonriente y la mirada penetrante del cartero, y sintió un frío en su interior. Se obligó a mantener la calma y le costó tanto esfuerzo que tardó un momento en responder.
El cartero se mantenía a la espera.
—Gracias. Está en Whitby —respondió Pitt, soltando el primer nombre que acudió a su mente.
—¿Yorkshire? —El hombre parecía extraordinariamente satisfecho consigo mismo—. Entonces no debería tardar más de dos días como mucho, en esta época del año tal vez uno. Tendrá noticias pronto, señor. Tal vez está disfrutando demasiado para sentarse a escribir. Buenas tardes, señor.
—Buenas tardes. —Pitt tragó saliva, y vio que le temblaban las manos al abrir la carta. Era de Emily y tenía fecha de la tarde anterior.
Querido Thomas:
Rose Serracold es amiga mía, y después de haber ido a verla ayer, creo que sé ciertas cosas que podrían interesarte.
Te ruego que vengas a verme en cuanto tengas ocasión.
EMILY
La dobló y volvió a guardarla en el sobre. A esa hora de la tarde ella solía ir de visita o bien recibía alguna, pero no dispondría de una oportunidad mejor, y tal vez lo que ella tenía que decirle fuera de ayuda. No podía permitirse rechazar ninguna posibilidad.
Dio media vuelta y echó a andar de nuevo hacia Tottenham Court Road. Media hora después estaba en la sala de Emily y ella le explicaba, con frases torpes y cierta timidez, su discusión con Rose Serracold. Le habló de su creciente convicción de que Rose tenía tanto miedo a algo que se había visto impulsada a visitar a Maude Lamont aun a riesgo de ponerse en ridículo, y si no había engañado a Aubrey, al menos se lo había ocultado.
La advertencia de Emily la había enfurecido hasta el punto de poner en peligro su amistad.
Cuando terminó se quedó mirándolo, y sus ojos reflejaban un tremendo sentimiento de culpabilidad.
—Gracias —susurró él.
—Thomas… —empezó ella.
—No —la interrumpió él antes de que siguiera—. No sé si ella la mató o no, pero no puedo mirar para otro lado, y me da igual quién salga perjudicado. Todo lo que puedo prometer es que no causaré más daño del necesario. Espero que ya lo supieras.
—Sí —asintió ella, con el cuerpo rígido y la cara pálida—. Por supuesto que lo sé. —Tomó aire como si fuera a decir algo más, luego cambió de opinión y le ofreció té, pero él rechazó la invitación. Le habría gustado aceptar, porque estaba cansado y sediento, y también hambriento ahora que pensaba en ello, pero se respiraba demasiada emoción en el ambiente, y habían compartido demasiada información para que se sintieran cómodos. Volvió a darle las gracias y se despidió.
Esa noche, Pitt telefoneó a las oficinas de Jack para averiguar dónde iba a dar un discurso ese día, y en cuanto le informaron del lugar se dirigió a él, en primer lugar para escuchar y ver la actitud del público, y luego tal vez para evaluar con más exactitud a qué se enfrentaba Aubrey Serracold.
Reconoció que él mismo estaba cada vez más preocupado por Jack. Iban a ser unas elecciones mucho más reñidas que las anteriores. Muchos liberales podían perder sus escaños.
Cuando llegó había unas doscientas o trescientas personas reunidas, la mayoría trabajadores de las fábricas cercanas, pero también un buen número de mujeres, vestidas con faldas y blusas manchadas del polvo y el sudor del trabajo duro. Algunas no contaban más de catorce o quince años, otras tenían la piel tan ajada y demacrada y el cuerpo tan deformado que resultaba difícil calcular su edad. Tal vez tenían los sesenta que aparentaban, pero Pitt sabía muy bien que era muy probable que tuvieran menos de cuarenta, solo que estaban exhaustas y no se alimentaban como era debido. Muchas habían traído al mundo muchos hijos, y les habían dado lo mejor de sí mismas a ellos y a sus maridos.
Se produjo un débil murmullo de impaciencia y se oyeron un par de silbidos. Seguía llegando mucha gente. Media docena de asistentes se fue protestando.
Pitt cambió el peso del cuerpo de un pie a otro y trató de escuchar con disimulo las conversaciones. ¿Qué pensaba esa gente, qué quería? Dejando de lado a un puñado de ellos, ¿les afectaba en algo a quién votaban? Jack había sido un buen diputado de su distrito, pero ¿se daban cuenta de ello? No contaba con una gran mayoría. En medio de una vorágine de éxitos liberales no habría tenido motivos para preocuparse, pero aquellas eran unas elecciones en las que ni siquiera Gladstone deseaba del todo ganar. Luchaba por pasión e instinto, y porque siempre había luchado, pero no actuaba de un modo racional.
Se armó un repentino revuelo y Pitt levantó la mirada. Jack había llegado y se abría paso entre la gente, estrechando manos, tanto a hombres como a mujeres, e incluso a un par de niños. Luego se subió a la parte posterior de un carro que había sido arrastrado hasta allí a modo de tarima improvisada y empezó a hablar.
Casi inmediatamente se vio interrumpido. Un hombre casi calvo y con un abrigo marrón agitó el brazo y le preguntó cuántas horas al día trabajaba. Sonaron más carcajadas y silbidos.
—¡Bueno, si no vuelvo a la cámara, me quedaré en paro! —respondió Jack—. ¡Y la respuesta será «ninguna»!
El tono de las risas cambió; en ellas se advertía sentido del humor, y no burla. Les siguió una discusión sobre la semana laboral. Las voces se volvieron más ásperas, y la ira latente adquirió una nota desagradable. Alguien arrojó una piedra, pero falló por unos metros y el proyectil rebotó ruidosamente contra la pared del almacén y rodó por el suelo.
Al escudriñar la cara de Jack, atractiva y aparentemente tranquila, Pitt advirtió que estaba haciendo un esfuerzo por contener su cólera. Hacía unos años tal vez ni siquiera lo habría intentado.
—Votad a los tories —propuso Jack, abriendo los brazos—, si creéis que van a reducir la jornada laboral.
Se oyeron maldiciones, abucheos y silbidos de burla.
—¡Sois un puñado de inútiles! —gritó una mujer escuálida, cuyos labios dejaban ver su dentadura mellada—. Lo único que hacéis es chuparnos la sangre con impuestos y sujetarnos con leyes que nadie entiende.
Y así continuó la reunión durante otra media hora. Poco a poco la paciencia de Jack y alguna que otra broma empezaron a convencer a algunos, pero Pitt vio en la creciente tensión de su cara y el cansancio de su cuerpo el esfuerzo que le estaba costando. Una hora después, cubierto de polvo, exhausto y acalorado por el hacinamiento de la multitud y el aire viciado y bochornoso de los muelles, bajó del carro y Pitt le alcanzó mientras se dirigía a la calle en busca de un coche de punto. Al igual que Voisey, había tenido el sentido táctico de no acudir en su propio coche.
Se volvió sorprendido hacia Pitt.
Pitt le sonrió.
—Una actuación lograda —dijo con franqueza. No añadió ningún comentario fácil acerca de su victoria. A tan poca distancia de Jack como se encontraba, vio el cansancio en sus ojos y la mugre en las finas arrugas de su piel. Anochecía y las farolas estaban encendidas. Debían de haber pasado junto al farolero sin darse cuenta.
—¿Has venido a darme apoyo moral? —preguntó Jack dubitativo.
—No —reconoció Pitt—. Necesito más información sobre la señora Serracold.
Jack le miró sorprendido.
—¿Has comido? —preguntó Pitt.
—Aún no. ¿Crees que Rose puede estar involucrada en ese lamentable asesinato? —Jack se detuvo, volviéndose hacia Pitt—. Hace un par de años que la conozco, Thomas. Es excéntrica, no lo niego, y tiene algunas opiniones idealistas que son muy poco prácticas, pero eso es muy distinto de matar a alguien. —Se metió las manos en los bolsillos, algo insólito en él—. No sé qué demonios le entró para ir a ver a esa médium, precisamente en este momento. —Hizo una mueca—. Me imagino cómo la va a ridiculizar la prensa. Pero, con franqueza, Voisey está robando terreno a los liberales. Al principio creía que Aubrey saldría elegido siempre que no hiciera ninguna estupidez. Ahora me temo que la posibilidad de que Voisey gane no es tan disparatada como parecía hace un par de días. —Siguió andando, mirando al frente. Los dos eran vagamente conscientes de la presencia de unos policías de paisano a veinte metros de ellos.
—Rose Serracold —le recordó Pitt—. ¿Su familia?
—Por lo que yo sé, su madre era una belleza de la alta sociedad —respondió Jack—. Su padre era de buena familia. Sabía quién era pero lo he olvidado. Creo que murió bastante joven, pero a causa de una enfermedad. Nada sospechoso, si es lo que estás pensando.
Pitt no descartaba ninguna posibilidad.
—¿Tenía mucho dinero?
Cruzaron el callejón y torcieron a la izquierda, mientras sus pasos resonaban sobre los adoquines.
—Creo que no —respondió Jack—. No, el dinero lo tenía Aubrey.
—¿Alguna conexión con Voisey? —preguntó Pitt, tratando de mantener un tono despreocupado, libre de la emoción que sentía al oír mencionar siquiera el nombre de ese hombre.
Jack le clavó la mirada, y luego la desvió.
—¿Te refieres a Rose? Si la tiene, está mintiendo, o al menos eso se deduce de su conducta. Quiere que Aubrey gane. Seguro que si supiera algo sobre él lo diría.
—¿Y el general Kingsley?
Jack estaba desconcertado.
—¿Te refieres al tipo que escribió esa desagradable carta sobre Aubrey en el periódico?
—Varias cartas desagradables —le corrigió Pitt—. Sí. ¿Está enemistado personalmente con Serracold?
—Que Aubrey sepa, no. A menos que también esté ocultando algo, aunque yo juraría que no es el caso. Es bastante transparente. Se quedó bastante afectado. No está acostumbrado a los ataques personales.
—¿Es posible que Rose le conozca?
Estaban en la mitad de un estrecho tramo de acera frente al muro de un almacén. La única farola iluminaba solo un par de metros a cada lado: los adoquines y una alcantarilla seca.
Jack volvió a detenerse con el ceño fruncido y los ojos entornados.
—Supongo que es un eufemismo para referirte a una aventura amorosa.
—Es posible, pero me refiero a cualquier forma de conocerse —dijo Pitt, con un tono cada vez más apremiante—. Jack, tengo que averiguar quién mató a Maude Lamont, y si es posible, demostrar sin ningún tipo de duda que no fue Rose. Las burlas de las que será objeto por haber asistido a sesiones espiritistas no serán nada comparadas con lo que los periódicos liarán con ella, a petición de Voisey, si sale a la luz algún secreto que sugiera que ella cometió el asesinato para encubrirlo.
Seguían estando bajo la luz. Pitt vio que Jack hacía una mueca y pareció como si su cuerpo encogiese. Se le desplomaron los hombros y su cara perdió el color.
—Es un lío terrible, Thomas —dijo cansinamente—. Cuanto más sé, menos entiendo, y no puedo explicar casi nada a gente así. —Movió bruscamente una mano hacia atrás para señalar a la gente del muelle, oculta ahora por el almacén—. Pensaba que todo se basaba en alguna clase de argumento —continuó, echando a andar de nuevo. Unos pasos más adelante, la taberna Goat and Compasses resplandecía en medio del polvo cada vez más denso, invitando a entrar—. Pero todo consiste en la emoción. Sentimientos, no ideas. Ni siquiera sé si quiero que ganemos… como partido, quiero decir. ¡Por supuesto que quiero poder! Sin él no podemos hacer nada. ¡Ya podemos recoger los bártulos y dejar el campo libre a la oposición! —Miró rápidamente a Pitt—. Fuimos el primer país del mundo en industrializarnos. Fabricamos productos por valor de millones de libras cada año, y el dinero que se gana con ellos paga los sueldos de la mayor parte de nuestra población.
Pitt esperó que continuara con su argumentación una vez que hubieron entrado en el Goat and Compasses y encontrado una mesa. Jack se dejó caer en una silla y pidió una gran jarra de cerveza. Pitt fue a la barra a por su sidra de rigor y volvió con las dos jarras.
Jack bebió un buen trago antes de continuar.
—Cada vez más productos. ¡Y si tenemos que sobrevivir, necesitamos vender todos esos productos a alguien!
Pitt intuyó de pronto adonde quería ir a parar.
—El Imperio —dijo en voz baja—. ¿Volvemos al autogobierno?
—Es algo más que eso —replicó Jack—. ¡Estamos hablando de la cuestión moral de si deberíamos tener un imperio!
—Un poco tarde para eso, ¿no te parece? —preguntó Pitt secamente.
—Varios cientos de años. Como he dicho, no se basa en ideas. Si nos despojamos ahora del Imperio, ¿a quién venderemos todos nuestros productos? Francia, Alemania y el resto de Europa, por no hablar de Estados Unidos, están fabricando artículos también. —Se mordió el labio—. Cada vez son más los productos y menos los mercados. Devolverlo todo es un ideal maravilloso, pero si perdemos nuestros mercados, un número incalculable de personas pasará hambre. Si la economía del país quiebra, no habrá nadie con poder para ayudarles, pese a todas las buenas intenciones del mundo. —Un vaso se resbaló de la mano de un hombre y se hizo añicos en el suelo. El tipo soltó una maldición. Una mujer se rió muy fuerte de una broma.
Jack hizo un gesto brusco y airado.
—Y trata de hacer campaña diciendo a la gente: «Votadme y os libraré del Imperio del que tan en contra estáis. Desgraciadamente, os costará vuestros empleos, vuestras casas, hasta vuestra ciudad. Las fábricas cerrarán porque no habrá suficientes clientes para comprar tantos bienes. Las tiendas cerrarán, lo mismo que las fábricas y los talleres. Pero hay que ser altruista, ¡y debemos hacer lo que es moralmente correcto!».
—¿Nuestros productos manufacturados no pueden competir con los del resto del mundo? —preguntó Pitt.
—El mundo no los necesita. —Jack cogió su jarra de cerveza—. Están fabricando los suyos. ¿Ves a alguien que te vote por eso? —Arqueó las cejas, con los ojos muy abiertos—. ¿O crees que deberíamos decirles que no lo haremos y hacerlo igualmente? ¡Mentirles a todos, en nombre de la rectitud moral! ¿No les toca a ellos decidir si quieren salvar su alma a ese precio?
Pitt no dijo nada.
Jack no esperaba una respuesta.
—Todo depende de los métodos y equilibrios del poder, ¿no? —continuó en voz queda, con la mirada perdida en la atestada taberna—. ¿Puedes coger la espada sin cortarte? Alguien debe hacerlo. Pero ¿sabes utilizarla mejor que tu vecino? ¿Crees en algo lo bastante para luchar por ello? ¿Y cuánto vales si no lo haces? —Volvió a mirar a Pitt—. ¡Imagínate que nada te importa lo bastante como para correr riesgos! Perderías incluso lo que tienes. Me imagino lo que Emily piensa de todo esto. —Bajó la vista hacia la jarra que tenía en la mano con una sonrisa ligeramente torcida. Luego levantó de pronto la mirada hacia Pitt—. Pero me enfrentaría antes con Emily que con Charlotte.
Pitt hizo una mueca; una nueva serie de imágenes desfiló por su mente, fundiéndose unas con otras. Por un instante echó tanto de menos a Charlotte que casi llegó a sentir dolor físico. Le había dicho que se fuera para alejarla del peligro, pero no se había ofrecido a luchar una noble batalla por decisión propia. Al volver la vista atrás, se dio cuenta de que si él hubiera podido evitar a Voisey, tal vez ella lo habría hecho.
—¿Estás pensando en lo que pasará si sales elegido? —preguntó súbitamente.
Jack se sonrojó de pronto, de modo que le resultó imposible mentir.
—No exactamente. Me han pedido que me una al Círculo Interior. ¡Por supuesto que no lo voy a hacer! —Hablaba demasiado deprisa, con la mirada clavada en los ojos de Pitt—. Pero me señalaron muy claramente que si yo no estaba con ellos, mis adversarios lo estarían. No puedes quedarte al margen…
Pitt sintió como si alguien hubiera abierto las puertas en plena noche invernal.
—¿Quién te lo pidió? —dijo en voz baja.
Jack sacudió ligeramente la cabeza.
—No puedo decírtelo.
Pitt estaba a punto de preguntar si había sido Charles Voisey, pero en el último momento recordó que Jack no sabía qué había ocurrido en Whitechapel, y por su seguridad era mejor que siguiera sin saberlo. ¿Realmente era mejor así? Miró a Jack, sentado frente a él con la jarra de cerveza entre las manos; su rostro conservaba parte del encanto y la inocencia que tenía cuando se habían conocido. Había sido un gran entendido en las costumbres y normas de la alta sociedad, pero muy inocente en lo relativo a los callejones más oscuros de la vida y a la violencia que anidaba en la mente. Las fáciles traiciones en las fiestas en casas solariegas, el egoísmo del ocioso, eran cuestiones poco complicadas en comparación con el mal que Pitt había visto. ¡Si Voisey se enteraba de que Jack estaba al corriente de que él era el jefe del Círculo Interior, podría señalar a Jack como otra persona a eliminar!
¿O tal vez era una coincidencia y Pitt se estaba inventando sus propios demonios?
Empujó hacia atrás la silla y se levantó, bebiendo el último trago de sidra y dejando el vaso en la mesa.
—Vamos, a los dos nos queda una buena caminata hasta llegar a casa y a esta hora de la noche habrá mucho tráfico en los puentes. No te olvides de Rose Serracold.
—¿Crees que mató a esa mujer, Thomas? —Jack también se puso de pie, dejando lo que le quedaba de cerveza.
Pitt no respondió hasta que lograron abrirse paso a codazos por entre la gente y salieron a la calle, que estaba casi totalmente oscura.
—Fue ella, el general Kingsley o la tercera persona que mantuvo en secreto su identidad —respondió Pitt.
—¡Entonces fue la tercera persona! —exclamó Jack al instante—. ¿Por qué iba a querer un hombre honrado ocultar su identidad en una actividad excéntrica y tal vez absurda o hasta patética, pero totalmente respetable y lejos de ser un crimen? —Elevó la voz con entusiasmo—. ¡Había algo más! Probablemente tenía un lío con ella y volvió a entrar cuando los demás se fueron. Tal vez ella le hizo chantaje y él la mató para que se mantuviera callada. ¿Se te ocurre una manera mejor de encubrir sus visitas que hacerlas públicas yendo a una sesión de espiritismo con otras personas? Podía decir que estaba buscando a un tatarabuelo o a quien fuera. Estúpido, pero inocente.
—Por lo visto, no buscaba a nadie en particular. Parecía ser escéptico.
—¡Mejor aún! Trataba de desacreditarla, intentaba demostrar que era una impostora. No sería difícil. Aunque el mero hecho de que no la desenmascarara sugiere otro motivo.
—Tal vez —coincidió Pitt, mientras volvían a pasar por debajo de la farola.
Una ligera brisa soplaba desde el río, y levantaba las hojas sueltas de periódicos viejos, las arrastraba por los adoquines y las posaba de nuevo. En los portales había mendigos; era demasiado temprano para acurrucarse e intentar pasar la noche. Una mujer de la calle ya había emprendido la caza de algún cliente. Pitt y Jack sintieron el gusto amargo del aire mientras se dirigían juntos al puente.
Pitt durmió mal. El silencio que reinaba en la casa era opresivo; hablaba de vacío, y no de tranquilidad. Se despertó tarde con dolor de cabeza, y estaba sentado a la mesa de la cocina cuando sonó el timbre. Se levantó y fue a abrir sin ponerse los zapatos.
En el umbral estaba Tellman con aspecto de tener frío, a pesar de que la mañana era agradable y las nubes altas se estaban dispersando. Hacia mediodía el sol brillaría y haría calor.
—¿Qué pasa? —preguntó Pitt, retrocediendo e invitándole tácitamente a pasar—. A juzgar por tu cara, nada bueno.
Tellman entró ceñudo, con su rostro chupado tenso y firme. Miró alrededor como si por un momento se hubiera olvidado de que Gracie no estaba allí. Parecía desamparado, como si a él también le hubieran abandonado.
Pitt le siguió hasta la cocina.
—¿Qué pasa? —repitió, mientras Tellman se acercaba al otro extremo de la mesa y se sentaba, sin prestar atención al hervidor de agua ni buscar siquiera con la mirada un bizcocho o alguna galleta.
—Es posible que hayamos encontrado al hombre que aparece mencionado en la agenda con un dibujo… ¿Cómo lo llamaste…? ¿Cartucho? —dijo con serenidad, esforzándose por despojar sus palabras de toda emoción, dejando que Pitt sacara sus propias conclusiones.
—¿Cómo?
El silencio de la habitación era agobiante. Un perro ladraba a lo lejos, y Pitt alcanzó a oír el ruido de un saco de carbón al ser vaciado por la rampa del sótano de la casa de al lado. Sintió una extraña desazón. Era una premonición de la tragedia que veía en el rostro de Tellman, como si dentro de él ya se hubiera instalado el peso de la oscuridad.
Tellman levantó la mirada.
—Encaja con la descripción —dijo en voz baja—. Estatura, edad, constitución, pelo, hasta la voz, o eso dice el informante. Supongo que es cierto, o el superintendente Wetron no nos lo habría comunicado.
—¿Qué le hace pensar que es ese hombre y no cualquiera de los miles que también encajan con la descripción? —preguntó Pitt—. Solo sabemos que es de estatura mediana, que tiene unos sesenta años, que no es ni gordo ni flaco, y que tiene el pelo gris. Debe de haber miles de hombres así, decenas de miles que viven no muy lejos de Southampton Row en tren. —Se inclinó sobre la mesa—. ¿Qué más tenemos, Tellman? ¿Por qué ese hombre?
Tellman no parpadeó.
—Porque al parecer es un profesor retirado que perdió a su mujer tras una larga enfermedad. Todos sus hijos murieron jóvenes. No tiene a nadie más, y ha sido un duro golpe para él. Empezó a comportarse de manera extraña, yendo por ahí hablando con mujeres jóvenes, tratando de recuperar el pasado. Sus hijos muertos, supongo. —Parecía hundido, como si le hubieran sorprendido entrometiéndose en algún asunto muy embarazoso y privado, como un mirón—. Ha logrado que se empiece a hablar de él… un poco.
—¿Dónde vive? —preguntó Pitt insatisfecho—. ¿Por qué demonios cree Wetron que ese desgraciado tiene algo que ver con la muerte de Maude Lamont? ¿Vive cerca de Southampton Row?
—No —dijo Tellman en voz baja—. En Teddington.
Pitt creyó haber oído mal. Teddington era un pueblo situado a varios kilómetros Támesis arriba, más allá de Kew, incluso de Richmond.
—¿Cómo has dicho?
—Teddington —repitió Tellman—. Podría venir en tren con bastante facilidad.
—¿Por qué diablos iba a hacerlo? —preguntó Pitt con incredulidad—. ¿Acaso no abundan las médiums? ¿Por qué Maude Lamont? Era bastante cara para un profesor jubilado, ¿no?
—Así es. —Tellman parecía muy desgraciado—. Todavía se le considera un gran pensador y es muy respetado. Escribe los libros de texto de mayor autoridad sobre ciertos temas. Para la mayoría de nosotros resultarían oscuros, pero su gente tiene un altísimo concepto de él.
—Que tuviera los medios para venir a la ciudad no significa que lo hiciera para consultar a una médium cuyas sesiones no acababan casi hasta medianoche —arguyó Pitt.
Tellman respiró hondo.
—Podría darse el caso si fueras un clérigo de alto rango y tu reputación se basara en tu profunda comprensión de la fe cristiana. —En su rostro volvía a advertirse una tensión entre la compasión y el desdén—. Si quisieras hallar respuestas de boca de mujeres que escupen huevos y estopillas, y te dicen que son fantasmas, creo que tratarías de ir lo más lejos posible de tu casa. ¡Personalmente, preferiría marcharme a otro país! No me sorprende que entrara y saliera por la puerta del jardín, y que nunca dijera ni a la señorita Lamont cómo se llamaba.
De pronto todo adquirió una trágica claridad para Pitt. Eso explicaba lo extraño del secretismo y los subterfugios, y el motivo por el que aquel hombre tenía tanto miedo de que se supiera su identidad que ni siquiera había dicho qué espíritus quería invocar. Era algo trágico, y al mismo tiempo muy engañoso, y con un poco de imaginación, resultaba fácil de comprender. Era un anciano que se había visto despojado de todo lo que había amado. El último golpe de la muerte de su mujer había podido con su equilibrio mental. Hasta los más fuertes tenían una noche oscura del alma en algún momento de la larga travesía de la vida.
Tellman le observaba, esperando su reacción.
—Iré a verle —dijo Pitt con tristeza—. ¿Cómo se llama y en qué parte de Teddington vive?
—En Udney Road, número cuatro, a pocos metros de la estación de tren. Línea de Londres y Sudoeste.
—¿Y cómo se llama?
—Francis Wray —respondió Tellman escudriñando los ojos de Pitt.
Pitt pensó en el cartucho con la letra inclinada dentro del círculo, como una efe al revés. Ahora entendía la desdicha de Tellman y por qué no podía dejarla de lado, por mucho que quisiera.
—Entiendo —afirmó.
Tellman abrió la boca para hablar, pero volvió a cerrarla. No había realmente nada que decir que los dos no supieran ya.
—¿Qué han averiguado tus hombres de los otros clientes? —preguntó Pitt al cabo de un minuto.
—No mucho —respondió Tellman, adusto—. Gente de toda clase… Prácticamente lo único que tienen en común es dinero y tiempo de sobra para dedicarse a buscar señales de los que ya han muerto. Algunos se encuentran solos, otros se sienten confusos y necesitan creer que su marido o padre sigue al corriente de lo que ocurre y sabe que le quieren. —Su voz fue bajando de tono—. Muchos de ellos solo están ligeramente interesados y buscan un poco de emoción, quieren divertirse. Ninguno tiene un rencor tan grande para hacer algo al respecto.
—¿Has averiguado algo de los demás clientes que entraban por la puerta del jardín desde Cosmo Place?
—No. —En los ojos de Tellman brilló un destello de resentimiento—. No sabemos cómo encontrarles. ¿Por dónde empezamos?
—¿Cuánto sacaba aproximadamente Maude Lamont de todo esto?
Tellman abrió mucho los ojos.
—¡Unas cuatro veces lo que yo gano, incluso después del ascenso!
Pitt sabía exactamente lo que ganaba Tellman. Podía imaginar el dinero que obtenía Maude Lamont si trabajaba cuatro o cinco días a la semana.
—Bastante menos de lo que debía de costarle mantener esa casa y tener un guardarropa como el suyo.
—¿Chantaje? —preguntó Tellman sin titubear. Apretó la mandíbula para disimular su indignación—. ¿No bastaba con embaucarles? Tenía que hacerles pagar por mantener sus secretos en silencio. —No esperaba ninguna respuesta, sencillamente necesitaba encontrar las palabras para expresar su amargura—. ¡Algunas personas que mueren asesinadas se lo han buscado de tal modo que uno llega a preguntarse cómo han escapado antes!
—Eso no cambia el hecho de que debamos averiguar quién la mató —dijo Pitt en voz baja—. Un asesinato no puede quedar impune. Ojalá pudiera decir que la justicia siempre juzga con imparcialidad cada acción y aplica castigos o muestra clemencia según merece el caso. Pero sé que no es así. Se equivocará haga lo que haga. Sin embargo, permitir una venganza particular o librarse de algo que no sea una amenaza contra la vida, sería una puerta a la anarquía.
—¡Lo sé! —exclamó Tellman cortante, furioso con Pitt por señalarle una impotencia que comprendía con toda claridad, como si él no hubiera logrado encontrar tan fácilmente las palabras para expresarlo.
—¿Se sabe algo más de la criada? —Pitt pasó por alto su tono.
—Nada que nos sirva. En general, parece una mujer sensata, pero creo que sabe más de lo que nos ha dicho sobre esas sesiones y cómo se amañaban. Tenía que saberlo. Era la única persona allegada. El resto del personal (la cocinera, la lavandera y el jardinero) venía por el día y se marchaba antes de que empezaran las sesiones privadas.
—A no ser que a ella también la engañara —sugirió Pitt.
—Es una mujer sensata —arguyó Tellman, empleando un tono más áspero al repetirse—. No se dejaría engañar por trucos de pedales, espejos, aceite de fósforo y toda esa clase de cosas.
—Casi todos tenemos tendencia a creer lo que queremos —replicó Pitt—. Sobre todo si es muy importante para nosotros. A veces la necesidad es tan grande que no nos atrevemos a dejar de creer por miedo a que se rompan nuestros sueños, pues sin ellos moriríamos. La sensatez tiene poco que ver con ello. Es cuestión de supervivencia.
Tellman le miró fijamente. Parecía a punto de ponerse a discutir de nuevo, pero cambió de opinión y guardó silencio. Era evidente que no se le había ocurrido que tal vez Lena Forrest también había tenido dudas y amores, personas fallecidas que habían dotado su vida de sentido. Se sonrojó ligeramente ante su olvido, y a Pitt le cayó mejor por ello.
Pitt se levantó despacio.
—Iré a ver al señor Wray —dijo—. ¡Teddington! Supongo que Maude Lamont era lo bastante buena para hacer que alguien fuera desde Teddington hasta Southampton Row.
Tellman no respondió.
Pitt no perdió tiempo pensando en cómo abordar al reverendo Francis Wray cuando se reuniera con él. Iba a ser un asunto desagradable dijera lo que dijese. Era mejor hacerlo antes de que la aprensión le hiciese actuar de un modo más torpe e incluso afectado.
Se dirigió a la estación ferroviaria y preguntó cuál era la mejor ruta para ir a Teddington, y le respondieron que tenía que cambiar de tren, pero le advirtieron que el próximo en hacer ese trayecto salía en diez minutos. Compró un billete, dio las gracias al hombre y fue a comprar un periódico al vendedor de la entrada. Contenía en su mayor parte artículos sobre las elecciones y las habituales tiras cómicas virulentas. Reparó en un anuncio de la próxima exposición ambulante de ponis y burros que iba a tener lugar en el palacio del Pueblo de Mile End Road dentro de un par de semanas.
En el andén había dos señoras mayores y una familia que iba a pasar el día fuera. Los niños estaban tan emocionados que daban brincos, incapaces de estarse callados. Pitt se preguntó si Daniel, Jemima y Edward estarían disfrutando en Devon, si les gustaría el campo o si les parecería extraño, y si echarían de menos a sus amigos de siempre. ¿Le echarían de menos a él? ¿O todo estaba siendo muy excitante? Además, Charlotte estaba con ellos.
Últimamente había estado separado de ellos demasiado a menudo. ¡Primero en Whitechapel y ahora aquello! Casi no había hablado con Daniel o Jemima en los últimos dos meses; al menos no con el tiempo suficiente para tocar los temas delicados y escuchar lo que se callaban, así como los comentarios más evidentes. Cuando se terminara el asunto de Voisey, tanto si sabían quién había matado a Maude Lamont como si no, se aseguraría de tomarse de vez en cuando un par de días libres para estar con ellos. Narraway le debía al menos eso, y él no podía vivir el resto de su vida huyendo de Voisey. Sería como darle la victoria sin haber hecho siquiera el esfuerzo de luchar.
No se atrevía a pensar demasiado en Charlotte; la nostalgia le producía un anhelo demasiado grande para llenarlo con pensamientos o actos. Hasta los sueños le dejaban en un estado de anhelo demasiado doloroso.
El tren llegó en medio del rugido del vapor y el ruido metálico de las ruedas de hierro sobre las vías, arrojando carbonilla a su alrededor, y el olor y el calor que despedía la máquina, y Pitt revivió el momento en que se había separado de Charlotte con tanta intensidad como si se hubiera marchado hacía apenas unos instantes. Tuvo que obligarse a volver al presente, abrir la puerta del vagón y sostenerla para que pasaran dos señoras mayores antes de subir detrás de ellas y buscar asiento.
No fue un trayecto largo. Al cabo de cuarenta minutos estaba en Teddington. Como Tellman había dicho, Udney Road quedaba a solo una manzana de la estación, y en unos minutos estuvo ante la pulcra puerta del número cuatro. Se quedó mirándola unos minutos al sol, inhalando la fragancia de docenas de flores y el agradable olor a limpio de la tierra caliente recién regada. A su mente acudieron tantos recuerdos hogareños que por un momento se sintió abrumado.
A primera vista, el jardín parecía descuidado, casi abandonado, pero Pitt era consciente de los años que se habían invertido en su cuidado y mantenimiento. No había flores marchitas ni malas hierbas, ni nada fuera de lugar. Era un derroche de color donde convivían lo nuevo y lo conocido, lo exótico y lo autóctono. Su simple contemplación le brindó mucha información sobre el hombre que lo había plantado. ¿Había sido el mismo Francis Wray o un criado remunerado? Si el responsable era el segundo, por mucho que cobrara, su verdadera recompensa era su arte.
Pitt abrió la verja y entró, y después de cerrarla detrás de él, echo a andar por el sendero. En el alféizar había un gato negro tumbado al sol, y otro de color pardo se paseaba a través de la sombra moteada de los tardíos dragones color carmesí. Pitt rezó para que le hubieran enviado allí por equivocación.
Llamó a la puerta principal y le abrió una joven con uniforme de criada que no debía de tener más de quince años.
—¿Es esta la casa del señor Francis Wray? —preguntó Pitt.
—Sí, señor. —Estaba visiblemente preocupada porque era alguien a quien ella no conocía. Tal vez solo visitaban a Wray sus colegas clérigos, o los miembros de la comunidad local—. Si quiere hacer el favor de esperar aquí, iré a ver si está en casa. —Retrocedió sin saber si pedirle que pasara, dejarlo en el umbral o incluso cerrar la puerta por si había puesto los ojos en los relucientes medallones de latón que colgaban detrás de ella en el vestíbulo.
—¿Puedo esperar en el jardín? —preguntó él, mirando de nuevo las flores.
La cara de la joven se llenó de alivio.
—Sí, señor. Por supuesto que puede. Da gusto ver cómo lo tiene, ¿verdad? —De pronto parpadeó como si se le hubieran llenado los ojos de lágrimas. Pitt supuso que Wray se había dedicado a cuidarlo desde la pérdida de su mujer. Tal vez era un trabajo físico que aliviaba parte de la emoción que le embargaba. Las flores eran una compañía agradable que acaparaban todos los cuidados y solo devolvían belleza, sin hacer preguntas ni entrometerse en nada.
No llevaba mucho rato allí, contemplando bajo el sol al gato de color pardo, cuando Wray en persona salió a la puerta y se acercó por el corto sendero. Era un hombre de estatura mediana, al menos diez centímetros más bajo que Pitt, aunque en su juventud debía de haber sido más alto. Tenía los hombros caídos y caminaba un poco encorvado, pero era en su rostro donde se veían las señales indelebles del sufrimiento interior. Tenía ojeras, profundas arrugas que recorrían de la nariz a la boca y más de un corte hecho con la cuchilla de afeitar en su piel fina como el papel.
—Buenas tardes, señor —dijo quedamente, con una voz extraordinariamente hermosa—. Mary Ann me ha dicho que quiere verme. Soy Francis Wray. ¿En qué puedo ayudarle?
Por un instante, Pitt incluso se planteó la posibilidad de mentir. Lo que estaba a punto de hacer no podía resultar más que doloroso, además de una intrusión. Luego esa idea se desvaneció. Aquel hombre podía ser «Cartucho» y proporcionarle por lo menos otra versión, no solo de la velada, sino de la otra ocasión en que había estado en casa de Maude Lamont con Rose Serracold y el general Kingsley. Habiendo estado toda la vida en el seno de la Iglesia, debía de ser un profundo observador de la naturaleza humana.
—Buenas tardes, señor Wray —respondió—. Me llamo Thomas Pitt. —Detestaba la idea de abordar el tema de la muerte de Maude Lamont, pero no tenía otro motivo para robarle tiempo e importunarle en su casa—. Estoy intentando por todos los medios ofrecer ayuda en una tragedia reciente que ha ocurrido en la ciudad, una muerte en circunstancias de lo más desagradables.
El rostro de Wray se tensó momentáneamente, pero la compasión que reflejaba su mirada no era fingida.
—Entonces será mejor que pase, señor Pitt. Si ha venido de Londres, tal vez no haya almorzado aún. Estoy seguro de que Mary Ann encontrará algo para los dos, si se contenta con un poco de comida sencilla.
Pitt no tuvo más remedio que aceptar. Necesitaba hablar con Wray. Entrar en su casa y rechazar la hospitalidad que le brindaba habría sido una grosería y habría ofendido al hombre por la simple razón de calmar su propia conciencia, y de manera bastante artificial. El hecho de poner distancia entre ambos no hacía que su visita fuese menos molesta, ni que sus sospechas resultasen menos desagradables.
—Gracias —aceptó, y siguió a Wray por el sendero y a través de la puerta principal, esperando no agobiar más de la cuenta a la joven Mary Ann.
Echó un vistazo al vestíbulo al cruzarlo en dirección al gabinete y esperó un momento mientras Wray hablaba con Mary Ann. Además de los medallones de latón, había un bastón de latón muy trabajado y un paragüero, un banco de madera tallada que a simple vista parecía de estilo Tudor y varios dibujos muy bonitos de árboles sin hojas.
Mary Ann entró corriendo en la cocina, y Wray volvió y siguió la mirada de Pitt.
—¿Le gustan? —preguntó delicadamente, la voz empañada por la emoción.
—Sí, mucho —respondió Pitt—. La belleza de un tronco desnudo es tan grande como la de un árbol lleno de hojas.
—¿Sabe apreciarlo? —Una sonrisa iluminó por un instante el rostro de Wray, como un rayo de sol en un día primaveral. Luego se desvaneció—. Los hizo mi difunta esposa. Tenía el don de ver las cosas como son en realidad.
—Y un don para comunicar esa belleza a los demás —respondió Pitt, y acto seguido deseó no haberlo hecho. Estaba allí para averiguar si aquel hombre había acudido a una médium en un intento por recuperar algo de los seres que había amado, aunque de un modo que contradecía todo lo que le habían enseñado la vida y la fe. Tal vez hasta tendría que considerar la posibilidad de que hubiera asesinado a la artista impostora que había traicionado su confianza.
—Gracias —murmuró Wray, volviéndose rápidamente para permitirse un momento de intimidad mientras le precedía en dirección a su gabinete, una pequeña habitación con demasiados libros, un busto de yeso de Dante sobre un pedestal, y una acuarela de una joven de pelo castaño sonriendo con timidez al espectador. Había un jarro de plata lleno de rosas de todos los colores colocado en equilibrio encima del escritorio, demasiado cerca del borde. A Pitt le habría gustado leer los títulos de una veintena de libros para ver de qué trataban, pero solo tuvo tiempo de reparar en tres: Historias, de Flavio Josefo, La imitación de Cristo, de Tomás de Kempis, y un comentario sobre san Agustín.
—Siéntese y dígame en qué puedo ayudarle —ofreció Wray—. Dispongo de tiempo y no tengo nada que hacer. —Esbozó una sonrisa que expresaba más afecto que alegría.
Resultaba imposible seguir eludiendo completamente el tema.
—¿Conoce por casualidad al general de división Roland Kingsley? —empezó Pitt.
Wray se quedó pensativo por un momento.
—Me parece que recuerdo el nombre.
—Un caballero alto, retirado del ejército, que sirvió en su mayor parte en África —explicó Pitt.
Wray se relajó.
—Ah, sí, por supuesto. En las guerras zulúes, ¿verdad? Prestó un gran servicio, si no recuerdo mal. No, no le conozco, pero he oído hablar de él. Lamento enterarme de que ha sufrido otra tragedia. Perdió a su único hijo, eso sí que lo sé. —Tenía los ojos brillantes y por un instante pareció casi ciego, pero controlaba su voz y se mostraba absolutamente dispuesto a ayudar a Pitt en todo lo posible.
—No se trata de otra pérdida —se apresuró a decir Pitt antes de pararse a pensar si se estaba contradiciendo o no—. Estuvo con cierta persona poco antes de que muriera… una persona a quien había acudido para hallar consuelo por la muerte de su hijo… o las circunstancias que la rodearon. —Tragó saliva, observando el rostro de Wray—. Una médium. —¿Se habría enterado del asesinato de Maude Lamont por los periódicos? La noticia había sido prácticamente eclipsada por la difusión de las elecciones.
Wray frunció el entrecejo y su expresión se ensombreció.
—¿Se refiere a una de esas personas que afirman estar en contacto con los espíritus de los muertos, y aceptan el dinero de la gente vulnerable a cambio de hacer voces e inventar señales?
No podría haber expresado con mayor claridad el desdén que le inspiraban. ¿Nacía de sus creencias religiosas o se debía a su propia traición? En su mirada se apreciaba una cólera genuina; el hombre cortés y amable de hacía unos instantes había desaparecido momentáneamente. Entonces, tal vez al advertir la atención de Pitt, continuó:
—Eso es muy peligroso, señor Pitt. No deseo mal a nadie, pero es mejor que cesen tales actividades, aunque no querría que se hiciese por medios violentos.
Pitt estaba desconcertado.
—¿Peligroso, señor Wray? Tal vez no me he expresado bien. La mataron por medios enteramente humanos. No hubo nada sobrenatural en ello. Solo quería que me dijera si tal vez conoce a las otras personas que estuvieron presentes, no que me explicara sus conocimientos sobre lo divino.
Wray suspiró.
—Es usted un hombre de su tiempo, señor Pitt. La ciencia es el ídolo que adoramos hoy en día, y el señor Darwin, y no Dios, quien engendró nuestra raza. Pero los poderes del bien y del mal siguen ahí, por mucho que los cubramos con la máscara del momento. Usted da por sentado que esa médium no tenía poderes para entrar en contacto con el más allá, y probablemente tiene razón, pero eso no significa que no existan.
Pitt sintió frío en medio del calor de la habitación, y comprendió que aquella sensación procedía de su interior. Se había precipitado al sentir simpatía por Wray. Era un anciano encantador, amable y generoso que se sentía solo y le había invitado a almorzar. Le gustaba su jardín y sus gatos. Pero también creía en la posibilidad de invocar los espíritus de los muertos, y estaba furioso con los que intentaban hacerlo. Pitt debía averiguar al menos por qué.
—Fue el pecado de Saúl —continuó Wray con entusiasmo, como si Pitt hubiera expresado en alto sus pensamientos.
Pitt se había quedado completamente en blanco. Ninguna de las cosas que había aprendido en el colegio acudió a su memoria.
—El rey Saúl de la Biblia —dijo Wray con repentina delicadeza, casi disculpándose—. Buscó el espíritu del profeta Samuel a través de la bruja de Endor.
—Ah. —La intensidad que se advertía en el rostro de Wray, la fijeza de su mirada, lograron aplacar a Pitt. Estaba experimentando una emoción casi incontrolable. Se vio obligado a preguntar—: ¿Y lo encontró?
—Oh, sí, por supuesto —respondió Wray—. Pero fue el germen de su carácter desafiante, el orgullo contra Dios que en el fondo no era sino cólera, envidia y un terrible pecado. —Estaba muy serio, y en la sien le palpitaba un pequeño músculo de manera incontrolable—. Nunca subestime el peligro que entraña querer saber lo que no debería saberse, señor Pitt. Conlleva un mal monstruoso. ¡Evítelo como si fuera un pozo contaminado por la peste!
—No tengo ningún deseo de investigar tales cosas —dijo Pitt con franqueza, y luego, embargado por la gratitud y la culpabilidad, se dio cuenta de lo fácil que era decirlo cuando uno no tenía una profunda pena, una soledad como la que envolvía a aquel hombre, una verdadera tentación de hacerlo—. Quiero creer que si perdiera a un ser muy querido buscaría consuelo en la fe en la resurrección según las promesas de Dios —añadió, avergonzado al descubrir que le temblaba la voz. Un repentino frío se apoderó de él cuando penetró en su mente la imagen de Charlotte y los niños, sin él, en un lugar que él nunca había visto siquiera. ¿Estaban fuera de peligro? ¡Aún no había tenido noticias de ellos! ¿Les estaba protegiendo de la mejor manera, y lo estaba haciendo lo suficientemente bien? ¿Y si no era así? ¿Y si Voisey se aprovechaba de ello para vengarse? Podía ser una venganza burda, obvia y demasiado rápida, que podía resultar peligrosa para él… pero también exquisitamente dolorosa para Pitt… y definitiva. Si ellos morían, ¿qué sentido tendría la vida para él?
Miró al anciano abatido que tenía delante, tan embargado por su pérdida que parecía impregnar el aire de la habitación, haciendo que sintiese en su propia carne el dolor. Si él estuviera en su situación, ¿se comportaría de otro modo? ¿No era absurdo e increíblemente arrogante, el indicio de una estupidez complaciente, estar tan seguro de que él nunca recurriría a médiums, cartas de tarot, hojas de té o cualquier cosa que llenara el vacío en el que habitaba solo, en medio de un universo lleno de desconocidos a cuyo corazón no podía llegar?
—Al menos eso espero —volvió a decir—. Pero, por supuesto, no lo sé.
Los ojos de Wray se llenaron de lágrimas que le corrieron por las mejillas sin que llegase a parpadear.
—¿Tiene familia, señor Pitt?
—Sí, tengo mujer y dos hijos. —¿Agravaría su dolor al decírselo?
—Es afortunado. Dígales todo lo que desea decirles mientras esté a tiempo. No deje pasar un solo día sin dar gracias a Dios por lo que le ha dado.
Pitt hizo un esfuerzo por recordar qué le había llevado allí. Debía convencerse de una vez por todas de que Wray no era el hombre que aparecía representado con el cartucho en la agenda de Maude Lamont.
—Lo intentaré —prometió—. Por desgracia, debo hacer lo posible por averiguar cómo murió Maude Lamont e impedir que acusen a la persona equivocada de haberla matado.
Wray le miró sin comprender.
—Si era algo ilegal, debe intervenir la policía, por penoso que sea. Comprendo perfectamente que no quiera involucrarla, pero me temo que moralmente no tiene otra elección.
Pitt sintió una punzada de vergüenza por confundir deliberadamente a aquel hombre.
—Ya está involucrada, señor Wray. Pero una de las personas que estuvo presente la última noche es la esposa de un hombre que va a presentarse candidato al Parlamento, y la tercera persona es alguien que desea mantener en secreto su identidad, y hasta la fecha lo ha logrado.
—¿Y quiere saber quién es? —dijo Wray en un momento de sorprendente clarividencia—. Aunque lo supiera, señor Pitt, si me lo hubieran dicho confidencialmente no podría revelarle a usted ese secreto. Lo único que podría hacer sería aconsejar al hombre en cuestión con todas mis fuerzas que fuera franco con usted. Pero antes le habría aconsejado, con todos los argumentos a mi alcance, que abandonase definitivamente una práctica tan dañina y peligrosa como es jugar con lo que saben los muertos. La única forma de averiguar algo de forma virtuosa es a través de la oración. —Sacudió ligeramente la cabeza—. ¿Qué le ha hecho pensar que yo podía ayudarle? No lo comprendo.
Pitt improvisó en un arrebato de ingenio.
—Tiene fama como entendido en el tema, y por su enérgica oposición a ello. Pensé que tal vez me podía ofrecer información útil sobre los médiums, en particular sobre la señorita Lamont. Es muy famosa.
Wray suspiró.
—Me temo que los pocos conocimientos que tengo son generales, y no particulares. Y últimamente mi memoria no es tan buena como solía serlo. Olvido cosas, y lamento decir que tengo tendencia a repetirme. Cuento los chistes que me hacen gracia demasiadas veces. La gente es muy amable, aunque yo casi preferiría que no lo fuera. Ahora nunca sé si ya he mencionado antes lo que estoy diciendo o no.
Pitt sonrió.
—¡No me ha dicho nada dos veces!
—No le he contado ningún chiste —dijo Wray con tristeza—. Ni hemos almorzado aún, y seguramente le enseñaré cada flor al menos dos veces.
—Una flor merece contemplarse al menos dos veces —respondió Pitt.
Poco después llegó Mary Ann para decirles con cierto nerviosismo que la comida estaba lista, y se dirigieron al pequeño comedor, donde Pitt comprobó que la joven se había tomado la molestia de procurar que resultase aún más atractivo. En la mesa había un jarrón de porcelana con flores, un mantel cuidadosamente planchado con una vajilla de porcelana que tenía el borde azul y una cubertería bien reluciente. Mary Ann sirvió una espesa sopa de verduras con pan crujiente, mantequilla, un tierno queso blanco que se desmenuzaba y un escabeche casero que Pitt supuso que era de ruibarbo. Todo aquello hizo que se diera cuenta de lo mucho que echaba de menos los toques domésticos en su propia casa ahora que Charlotte y Gracie estaban fuera.
El postre era una tarta de ciruelas con nata muy espesa. Se abstuvo de hacer más preguntas con un gran esfuerzo.
Wray parecía contento de poder comer en silencio. Tal vez le bastaba con tener a alguien sentado delante.
Después se levantaron y salieron a admirar el jardín. Solo entonces Pitt vio en el aparador un folleto que anunciaba los poderes de Maude Lamont, en el que se ofrecía a traer de vuelta a los desconsolados los espíritus de los seres queridos que habían fallecido y así darles la oportunidad de decirles todas las cosas importantes que la muerte les había impedido mencionar.
Wray se había adelantado y había salido al sol, deslumbrado por su reflejo en las flores brillantes y el limpio color blanco de la cerca pintada. Casi tropezándose con el umbral de la puerta vidriera, Pitt salió detrás de él.